Pintura de Howard Behrens

Pintura de Howard Behrens

miércoles, 6 de febrero de 2013

Expulsión Luna y Luz de Fuego 1828 - Thomas Cole


                                                   

Expulsión. Luna y luz de fuego,
Año 1828.
Óleo sobre lienzo. 91,4 x 122 cm


Es éste un paisaje plenamente romántico, creado por la imaginación del artista para transmitir fundamentalmente un mensaje religioso y moral. Aunque sin incluir a los protagonistas de la historia, representa el castigo divino a Adán y Eva tras el acto de desobediencia que provocó su expulsión del Paraíso. Los recursos que utiliza el pintor son intensamente emocionales y simbólicos: la luz enfrentada a la oscuridad; la naturaleza fértil contrapuesta al yermo, el aire limpio y luminoso frente a la atmósfera densa y asfixiante.

El pintor ha elegido un punto de vista centrado que al observador le produce la sensación de estar suspendido en el aire sobre el abismo. La vista se instala, fuera del cuadro, en paralelo a la cascada del fondo de la imagen. Desde esta posición vemos una escena que se distribuye en dos partes iguales, aunque crudamente contrastadas por su significado. A la derecha, un alto risco con una gran abertura luminosa, a modo de misteriosa puerta de acceso. Tras esta formación rocosa intuimos el paisaje placentero de un rico valle iluminado por un sol oculto tras las montañas más lejanas, pintadas en malvas y anaranjados. Es el Jardín del Edén, el Paraíso terrenal, tierra gozosa y fértil surcada por ríos y árboles pletóricos de vida. La vegetación es de un verde intenso y la luz del sol todo lo baña. Es, en suma, un lugar bendecido por la calma y la vida.


Detalle, alto risco con una gran abertura luminosa, a modo de misteriosa puerta de acceso.


Thomas Cole perfila esta alegoría creando dos ámbitos bien diferenciados no sólo por su forma, sino también por su luz y su atmósfera. La parte tenebrosa representa el destino del hombre en la tierra condenado al trabajo, el dolor y la muerte. Es un mundo en el que la oscuridad dificulta la visión, como metáfora de la materialidad terrestre y finita de una existencia "ciega", que se contrapone a la luz de la "verdadera" vida en el Paraíso perdido. Hay varios fenómenos naturales: en el extremo izquierdo la luna, medio cubierta por densos estratos de nubes negras, riela sobre el agua también oscura, que sólo se ilumina con reflejos plateados, apenas unas pequeñas pinceladas de blanco. A continuación, el lejano volcán entre densas brumas produce una explosión de rojos y anaranjados que tiñen las nubes en forma de cirros. En el centro de la composición, el agua de una altísima cascada cae hasta romperse en vapor en lo profundo del tajo de roca que se abre a sus pies. El color blancuzco del agua ofrece un toque de claridad en el espacio central del abismo y la parte inferior del puente de roca .

Cole ha diferenciado la tierra del Paraíso mediante la recreación de atmósferas muy distintas. Los pintores paisajistas modernos concedían enorme importancia a los efectos atmosféricos, a cuya observación y estudio dedicaban mucho tiempo, por ser retos para la representación de la naturaleza y las variables e imponentes condiciones de sus múltiples luces. Pintaban cielos azules, pero muchos más cielos nubosos, nieblas, brumas, tormentas y arcos iris con los que mostraban sus sensaciones y emociones ante esa naturaleza y su competencia como pintores. Incluso un cuadro como éste, de carácter alegórico, no naturalista y realizado íntegramente en el estudio, testimonia los conocimientos y experiencias del pintor de su época.

 
Detalle, en el centro de la composición, el agua de una altísima cascada cae hasta romperse en vapor en lo profundo del tajo.


El jardín del Edén, en primavera perpetua, ofrece la luz viva y la plena visibilidad en una naturaleza armónica en la que nunca se cierne la tragedia ni amenaza la tempestad. Reina en él la calma y el aire límpido. El cielo azul está surcado por cirros rosados que no barruntan tormenta. Parece que la calidad y luminosidad del aire cobra en este cuadro, además de poder simbólico, realidad física, tanto en la representación de la atmósfera luminosa como de la tenebrosa. No es extraño este interés por la sustancia del aire y la luz, si pensamos que, desde el siglo XVII, cuando se debatía si ésta estaba constituida por corpúsculos o por ondas, científicos rivales de Isaac Newton, como Robert Hooke y Christiaan Huygens, dieron valor a la existencia —ya intuida por los griegos— del llamado “luminífero éter”, una sustancia a modo de fluido no visible pero material, que llenaba el universo y tenía la función de propagar la luz, que ellos sostenían estaba constituida por ondas, como más tarde la Física ratificaría a mediados del siglo XIX. Las investigaciones proporcionarían un conocimiento más preciso de la luz y la atmósfera, combinando finalmente ambas posturas, y en tiempos de Einstein se acabó con la vieja teoría del éter.

En la parte izquierda del cuadro, la tierra yerma está dominada por una atmósfera densa, pesada y oscura, producida por las emisiones de gases volcánicos, el polvo, la ceniza y el vapor de agua. Este aire viciado hace aterradora la escena y por tanto enfatiza su poder simbólico. Sin embargo, por más que Thomas Cole sea un romántico y su cuadro una obra de invención, podemos pensar que compartía los intereses y conocimientos de sus colegas europeos en lo que respecta a la representación de los fenómenos meteorológicos. Constable, Turner o Friedrich (nacidos entre 1774 y 1776 y por tanto mayores que Cole) no sólo estaban familiarizados con los cielos y las nubes a través de la observación y la copia de los maestros holandeses del siglo XVII. También conocían, aunque fuera indirectamente, la obra del inglés Luke Howard, que había publicado a principios del siglo XIX un estudio y clasificación de las nubes que aún hoy es válido y utilizado. Este ensayo fue dado a conocer en Alemania por Goethe.

Pero además del conocimiento de la morfología de las nubes —cirros, cúmulos, estratos, etc.—, la experiencia de los fenómenos naturales había proporcionado al joven Howard en 1783 la visión de lo que se llamó en Europa Great Fogg (Gran niebla). Se trataba de un cielo densísimo, cargado de polvo y cenizas procedentes de dos erupciones volcánicas que, entre mayo y agosto, produjo una atmósfera inusual, espectacular en las puestas de sol. El cielo imaginario del cuadro de Cole responde a su concepto romántico de la sublimidad de la naturaleza, pero también puede hacerlo al conocimiento de ciertos fenómenos reales registrados y transmitidos por los divulgadores de la ciencia, poetizados por los artistas en una época rica en avances científicos y con una curiosidad por el conocimiento heredada del Siglo de las Luces.


Maribel Alonso Perez
07 febrero 2013

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